martes, 31 de agosto de 2010

La noche en que la Luna se fue de vacaciones

Pasó algo bien raro cierta noche. De repente, todo era oscuridad. No es que fuera una de esas noches de noche nublada, no es que un apagón inesperado hubiera dejado a todos buscando velas por los cajones. Nada de eso. Simplemente, la luna llena no estaba: el cielo estaba negro, negrísimo y las estrellas revoloteaban desconcertadas como canicas tiradas al suelo.

Eso sí, ni rastro de la Luna.

Al principio todo fue estupor.

Los apocalípticos, asombrados, pensaron con cierto tembleque que, ¡Juan, por Dios!, al final sí que iban a tener razón.

Ante tal giro de los acontecimientos, un frustrado Romeo con su laúd a cuestas decidió cancelar su visita al balcón de Julieta porque para una serenata a la luz de la luna se necesita precisamente eso, la luna.

Julieta, como era de esperar, se lo tomó fatal.

Los ladrones de joyerías tuvieron que rebalancear su presupuesto a última hora incluyendo un gasto extra de pilas y linternas, con lo cual llegaron a la conclusión de que lo comido por lo servido, se fueron a casa, dejaron las medias en el cajón de sus mujeres y se echaron una partidita de mus, órdago, ya llegarían más noches.

El hombre lobo, que disponía de noche de luna llena libre por primera vez en décadas, se fue de copas hasta altas horas de la madrugada, volviendo a casa borracho y despreocupado, y gritando con cierto deje andaluz "¡que arguien ensienda la luuuuuuuuuuuuuuuuu!".

La gente salía a la calle en camisón y pijama, los boletines horarios de la radio se hacían eco de la noticia y todo el mundo quería ser el primero en señalar una esquina del cielo mientras hacían notar a una luna escondida. Sin embargo, nadie la encontró.

La Luna seguía sin aparecer.

La única conclusión a la que se llegó era que no estaba dónde se la esperaba. ¡Falta injustificada!, dijeron algunos. ¡Despido inmediato!, comentaban otros.

Mientras tanto, al otro lado del Sol, donde las temperaturas son algo más agradables para un satélite de su tamaño, la Luna se dejaba mimar por la sensación de unas merecidas vacaciones. Se había pasado años, qué digo años, se había pasado miles de millones de años escuchando las súplicas de los enamorados, las lágrimas de los olvidados, los suspiros de los recordados, había esperado a que astrólogos la situaran en su sitio, a que la pisotearan, pusieran banderitas, experimentaran con ella y tomaran como suya cuando en realidad ella no era de nadie... ya estaba bien, necesitaba unas vacaciones, las necesitaba de verdad...

La Luna se tomó dos días, dos únicamente, lo que viene siendo un fin de semana largo. Durante aquellos dos días con sus noches, la Luna leyó bastante, se puso al día con los sudokus que tenía recortados, durmió, durmió, ¡durmió!, escuchó la radio y tomó bastante el sol... pero como era de natural pálida, esto último le dio un poco lo mismo.

Cuando volvió a su sitio en el cielo se encontró a todo el mundo esperando, todo el mundo mirando a una misma dirección. La Luna, llena de profesionalidad, se colocó, buscó la luz que le tocaba, se giró provocando con su mejor perfil y se quedó quieta, muy quieta. Se quedó así un buen ratito, con algo de miedo, porque era lo suyo, que alguien dijera algo. Pero nadie dijo nada. La Luna abrió los ojos y miró con curiosidad lo que pasaba abajo.

Y entonces vio cómo los amantes se volvían a amar, los balcones volvían a ser escalados, los ladrones robaban otra vez con alevosía, los apocalípticos suspiraban con alivio, el hombre lobo prosiguió con su vida clandestina, en fin, las cosas volvieron a su cauce. Y la Luna, contenta y satisfecha, volvió a posar para los que la necesitaran. Para algunas cosas, pensó, no hay quién me sustituya...

miércoles, 25 de agosto de 2010

Hoy

A veces uno se queda vacío de lágrimas. Se ha llorado tanto y por tantas cosas que las lágrimas justificadas, las que de verdad nacen del dolor, se quedan congeladas en los ojos y no salen. Entonces la memoria, que es muy cabrona, toma la delantera y al no saberse parada por ningún acto físico que te distraiga, revive cada instante de sufrimiento como si fuera del minuto anterior.

Y de repente, la piel vuelve a tiritar ante palabras que se sienten orgullosas de ser mortuorias. El olor a hospital vuelve a ser nauseabundo. El grito desgarrado vuelve a cortar el aire mientras voces y ojos intentan buscar tu aliento, que se ha ido. Todo es negro, no estás allí, no quieres estar allí. Y es entonces cuando haces el esfuerzo por recordar que no es 2003, en Madrid, no es lunes, maldito lunes, asquerosamente caluroso de agosto. No estás allí, estás en casa. A miles de kilómetros de lo que marcó la vida y de lo que fue el comienzo de una serie de tristezas familiares en cadena. Estás en casa, estás en casa, repites como un mantra... estás en casa, en tu vida... en tu vida. En tu vida. A veces te tienes que reinventar la vida para dejar de maldecir.

Te tranquilizas un poco pero la memoria te la vuelve a jugar. Y sientes que el ahogo se queda en la garganta y no pasará de allí. Los ojos siguen secos. Sacudes la cabeza. Estás en casa, te repites, tranquila, estás en casa, estás en casa, estás en casa...

In memoriam. Paloma Gutiérrez de León y Ruíz de las Canales (1939-2003)