miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un día normal

Me despierto guiada por el gorjeo de cierto caballerete. Arrastrando los pies y medio dormida voy hasta su habitación para encontrármelo inexplicable e insultantemente lleno de energía y de pie en la cuna. Nos hemos mirado. "¿Qué pasa, colega?", le pregunto. "Nada, chati, aquí estamos, pasando el rato".

Pañal. Sorbito de café. Cremita. Sorbito de café. Biberón, engullido en 1 minuto y 47 segundos. Ya está, bomboncito. ¿¿¡¡Ya está!!?? (llanto) ¿¡Cómo que ya está!? (más llanto)

Bajo las escaleras a por más café. Hace frío en la cocina. Hace tanto frío en la cocina que la cafetera se ha asustado y se ha apagado sola. Suele pasar. Le grito "repórtate, mujer!!". Espero cinco minutos. Enciendo la cafetera, que ya ha vuelto en sí. Me tomo un café verde que sabe asqueroso. Me sirvo otro y mojo 54 galletas María Fontaneda en él.

Me meto en la ducha, me pongo a cantar Bienvenidos, de Mike Ríos. Sale Teddy Bautista de debajo del lavabo. Me pide que pague derechos de autor. Por encima de la mampara le tiro una pastilla de jabón Maja que le da en la cabeza. Cae inconsciente hasta bien entrado el mediodía. Se despierta amnésico. Le logro convencer de que es Norma Duval. Me dice que echa de menos a Marc Ostarcevic. Le digo que no es para menos, guapa.

Javi y su padre me anuncian que pasan de mí, que estoy muy violenta, que no me aguantan, que se van por el resto del día a hacer ejercicios espirituales con un grupo de monjas ursulinas. Me parece bien.

Aprovechando la libertad, hago lo más loco que se me ocurre: ir a comprar 27 tupper wares. Caigo en la cuenta de que no es locura, sino precaución.

Voy en coche al centro, me han robado la bicicleta. Aparco en el párking. Un señor al lado de una camioneta me dice algo. Me lo tiene que repetir, no le entiendo. Me lo tiene que volver a repetir, esta vez tampoco le he entendido. Ah, resulta que me ofrece su ticket de la hora, que al final ha acabado mucho antes su trabajo y que es una pena desperdiciarlo. Lo acepto, qué majete. Empiezo a sospechar. Me va a pedir algo a cambio del ticket. Tengo dos alternativas: o le pego con el bolso o le tiro el ticket a la cara. Opto por una combinación de las dos (le tiro el ticket a la cara mientras le pego con el bolso). Salgo corriendo.

Me pasa una chica en ropa deportiva haciendo footing. Más que hacer footing, parece que huye de la Stasi.

Me pasa una señora de unos 90 años. Más que tener 90 años, parece que sabe mucho.

Me pasa un caracol arrastrándose. Más que arrastrarse, parece llevar su casa a cuestas.

Compro los tupper ware, dos vestidos (cortos) y unas medias (largas). Suspiro, ay, qué vida...

Me voy a casa, a descansar, a ver qué día monótono nos viene mañana...

viernes, 30 de octubre de 2009

... y es por eso, Javi, que mamá nunca volvió a tener mascotas...

Hace años, pero muchos años, las monjas del colegio donde estudiaba nos llevaron de visita al Safari Park de Madrid. La excursión en sí no estuvo mal, no es que te murieras del gustazo, pero bueno, era peor cuando nos llevaban a visitar centrales nucleares y a mí me daba por ponerme en plan Meryl Streep en "Silkwood".

Bueno, el caso es que a la salida del parque había alguien vendiendo excedente de pollitos recién nacidos. Mi buena amiga Lucía insiste en que los pollitos eran de colores, producto de un estilismo ochentero cruel y aberrante, y que nos los colocaron so pena de atropellar con el camión a los que no lograran un hogar. Yo de esto, la verdad, no me acuerdo. A mí me basta con que me digan que algo es bueno, bonito y barato. Compro. Punto. No me hace falta márketing agresivo.

No sé ni cuántos pollitos fueron adoptados aquella tarde, lo que sí sé es que yo piqué. Total, que me llevé mi pollito a casa, temerosa de Dios y de mi madre, y aún a riesgo de que tal cual entráramos por la puerta, mi amigo saliera por la ventana. Sorprendentemente, el pollito sin nombre, que era precioso, fue tan bien recibido que hasta se llegaron a planear vacaciones atendiendo a sus necesidades. Hay que joderse.

La primera noche lo puse en una cestita roja, al lado de mi cama, con una tela de borrego como colchón y un dosificador de detergente con leche y pan. El caso es que yo oí al pobre gimotear un buen rato pero en uno de esos ramalazos que me dan, muy enfermera de la SS, lo dejé llorando porque pensé que tenía que hacerse fuerte y superar la morriña (¡¡no hay dolor, no hay dolor!!). A la mañana siguiente me encontré al pobre pollito todo mojado, despeluchado y con los ojos fuera de sus órbitas. Efectivamente, se había tropezado con el borreguito y caído en el dosificador de detergente.

No sé ni cómo pero mientras yo le gritaba que no fuera hacia la luz, mi madre lo reanimó con esas cosas que sólo las madres saben hacer y que entran dentro de la categoría "salvar animalitos de compañía que están más pallá que pacá" (las madres también conocen los trucos de "cómo hacer un disfraz de odalisca romana con papel de plata y una cortina vieja en tres minutos", pero eso es otra historia). Desde ese día pasamos a llamar al pobre infeliz Wesley Lázaro, en un momento pagano-bíblico difícil de justificar.

Una vez recuperado, Wesley Lázaro (Welsh, para los íntimos) fue convenientemente explotado como mascota. Suspiraba aliviado cuando me iba al colegio y cuando volvía piaba con frenesí al verme asomar la cara en su cestita. Nunca lo pensé, pero hoy sospecho que ese piar, que yo pensaba era de regocijo, en realidad se trataba de un desesperado grito de auxilio porque sabía el destino que le esperaba al verme: ser estrujado, besuqueado, perseguido por el pasillo y debidamente asustado al grito en la espalda de "TÚ LA LLEVAS!!!".

Welsh duró un mes de calendario... le saturé las arterias, con muy buena intención eso sí, a base de pan y leche. Antes de expirar, echó la vomitona mientras clavaba su mirada moribunda y furibunda sobre mí, como diciendo "ahí tienes, esto me lo has hecho tú a mí, sátrapa". Recuerdo que rompí a llorar.

Sinceramente, no creo que ninguno de los pollitos adoptados lograra sobrevivir al cuidado de ninguna de nosotras... por mucho que cierta compañera repita que su pollito llegó a edad adulta, se convirtió en arrogante gallo y volvió al pueblo para pasar plácidamente sus últimos días en compañía de otros pollitos ávidos por escuchar sus hazañas capitaleñas.

Pero eso... también es otra historia.

martes, 27 de octubre de 2009

El momento que me salvó

Cuando las penas ahogan, espero pacientemente a que aparezca ese momento divino que sé guardaré en mi memoria para siempre. Tengo ya una bonita colección de momentos.

Las características de esos momentos son claras: son especiales pero tremendamente cotidianos; además se reconocen en el mismo instante en que se presentan; y no importa cuántos años pasen, siempre los recordaré.

Hace unos días tuve el último. Era un miércoles, mi único día libre-libre de la semana. Hacía ese tipo de clima que nos anuncia que el mal llamado "buen tiempo" se acaba para dar paso a los rigores del otoño. Las últimas terrazas del Brink, algo así como la Plaza Mayor de donde vivo, se despedían del aire libre. Javi y yo nos sentamos en una, no precisamente al azar, después de un largo paseo por esta ciudad que no acaba de ser la mía. Soplaba un viento fresco y me di cuenta de que tanto Javi como yo girábamos la cabeza a la vez para sentir los rayos de sol que se colaban entre las hojas de un árbol imponente y cercano.

No pasó nada de particular, no vimos nada increíble ni nada nos sorprendió vorazmente. Simplemente allí, los dos, sentados, su espaldita contra mi pecho y los ojos abiertos, muy abiertos, viendo a la gente pasar.

Entonces, abriéndose paso entre la gente caminando y los recuerdos que me asedian, sentí el escalofrío y la sensación de ser salvada por aquel momento único e irrepetible. Sonreí. Javi se rió por algo. Los dos giramos la cabeza, como si algo nos llamara la atención. Era el sol, que se colaba entre las hojas de aquel árbol...

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Air Jacko

Volar me aterra. Más bien, la perspectiva de volar es lo que me aterra. De todas formas, no debe de ser para tanto porque sigo volando, así que asumo que mi afición por viajar es más fuerte que mi miedo.

Pero bueno, éste es el miedo primario, de esos a despegar, aterrizar, flaps en orden y todo el catálogo de desgracias que vengan. Normalmente se pasa cuando la azafata se pasea con los sandwiches gratis (si viajas en KLM), o con el menú de a 3 euros los 15 gramos de nueces (si vuelas con Iberia) o con cara de estúpida superioridad de "como me pidas algo, te tragas el tren de aterrizaje, tía guarra" (si vuelas con Ryanair).

Luego hay otro miedo, que no se pasa con un montadito de queso Gouda. Es el miedo a que te toque un compañero de vuelo con ganas de charla. No me malinterpreteis, a veces hasta está divertido y puede que aprendas algo. VALE, a veces hasta se puede ligar. Pero normalmente, las charlas suelen ser tan banales y claustrofóbicas como las que se pudieran tener en un ascensor que tardara unas dos horas en llegar a su piso.

Hace unos días tuve uno de esos momentos de "por esto mismo no me gusta viajar". Paso a escenificar: madre despeinada y agobiada con lechón entre los brazos. Después de control de policía, cambio de pañal, colarse a todo el mundo (esa es una de las grandes cosas de la maternidad, que tienes prioridad) y recuperar la dissssnidad, llego a mi asiento. Javi, mi bombón, me mira, yo lo miro ("Mamá, lo logramos"). A lo mejor tenemos suerte y viajamos solos...

Dos minutos después aparece nuestra compañera de vuelo. Chica joven, morena, con cara amigable y de buena gente. Voy adelantando acontecimientos y, además, me permito el lujo de dar un consejo vital: nunca hay que fiarse de los que tienen cara de "buena gente", suelen estar zumbadísimos.

Se sienta, saluda, se calla. La cosa va bien.

Despegue, cara de Javi de "mamá, no estoy seguro, pero creo que despegamos con 5 flaps, tranquila, es un procedimiento usual" y yo, agradecida de que después de todo, estemos en el aire. De repente, esa sensación de que alguien te está mirando y tú te resistes a mirar porque sabes que si haces contacto visual, la has cagado. Mi vecina dice algo. Mierda, no puede ser verdad, no he podido escuchar lo que he escuchado. Miro a Javi que, poco convencido me dice con sus ojillos "naaaaaaaaaa... SEGURO que hemos entendido mal".

- ¿Perdona?

Mi vecina me mira con una adorable sonrisa.

- Decía que... cuando veo un niño pequeño recuerdo lo mucho que le gustaban los niños a Michael Jackson.

Incrédula y haciéndome la sorda, decidí mirar al vacío a través del bolsillo del asiento delantero, mientras oía cómo mi niño, ojiplático, tragaba saliva. De acuerdo, si nos ponemos el I-pod, y nos hacemos los sordos, hay posibilidades de que la chica se dé por aludida y nos deje tranquilitos.

Otro consejo vital (y van dos): aunque el I-Pod muchas veces salva, no es infalible... y esto es extensible a muchas cosas, supongo.

La chica, aún con I-Pod, siguió hablando, ella sola, por espacio de dos horas de lo mucho que había llorado la muerte del astro del pop, de lo mucho que lo había sentido ("tanto como la muerte de mi propia hermana"), de cómo llevaba luto desde el día en que aquel doctor asesino acabó con su vida y cómo la muerte de Jacko le había hecho descubrir Internet (de casi todas las desgracias se saca un aprendizaje en la vida).

La chica tenía apenas mi edad, y dentro de lo cómico de la situación, no pude dejar de sentir cierta ternura y bastante lástima de esta chiquilla que, con lágrimas en los ojos, me explicaba cómo ni sus amigos ni familia entendían el porqué de su tristeza. Pensé, con cierta experiencia sobre el tema, que esa melancolía no era tanto por la muerte del rey del Pop, sino por otro tipo de cosas de las que tal vez ni ella era plenamente consciente.

Ciertos dolores no tienen la lógica de un corte en una mano. La vida de todos está plagada de cortes invisibles y difíciles de aliviar.

No quise ser desagradable con la chica, tampoco quise provocar una situación desagradable en un lugar cerrado y con mi hijo entre los brazos, así que la dejé hablar. Largo y tendido. Bueno, pensé, más de uno y más de dos habrán tenido que escuchar mis charlas unipersonales sin fin, un poco de justicia poética en la vida es necesario.

Por si os lo preguntáis, os diré que Javi durmió casi todo el viaje. Creo que, en proporción, tiene más horas de vuelo que yo y sabe que estas cosas, en la vida y en los aviones, pasan.

- Cómo siento haber estado hablando tanto, no te he dejado descansar - dijo mi compañera de viaje, algo abrumada y bastante más tranquila cuando el avión aterrizó.

Mi respuesta era la única que era posible dar: "No te preocupes, yo también lo echo de menos".

Ella me sonrió aliviada. Se despidió y salió del avión. Mi hijo y yo esperamos sentados a que todo el mundo saliera. Javi me miró con sus ojitos llenos de cariño y comprensión sabiendo, tan bien como yo, a quién me refería con mis palabras.

A veces, algunas cosas son más fáciles de hablar cuando se hacen en código.

Por cierto, a Jacko también se le echa de menos.

martes, 1 de septiembre de 2009

Un día frío

Hoy ha hecho un día otoñal, con termómetros bajos y chaquetas de lana. Lo siento mucho, pero a mí me gusta más así.

Tal vez sea porque el calor casi siempre ha traído malas cosas a mi vida. Tampoco es que fuera a borrar los veranos del calendario como si me hubieran salido mal las cuentas, hace ya tiempo que me reconcilié con ellos. Simplemente es que soy más feliz cuando hace frío.

Entre muchas cosas, se hace mejor turismo, el café está más rico y, además, me gusta dormir tapada hasta las orejas. Y sí, los recuerdos más felices de mi vida van ligados a las bajas temperaturas.

Aquí la gente, acostumbrada a los rigores invernales por obligación, me sigue preguntando por qué cambié el buen tiempo por este frío inmisericorde que se te mete hasta los huesos y no sale y se queda y se funde hasta que asumes que es parte de ti.

Yo siempre digo lo mismo: simplemente soy más feliz cuando hace frío.

lunes, 31 de agosto de 2009

Se empieza por plagiar estilos literarios

Soy emigrante que sólo piensa en volver e inmigrante que prefiere no hacerlo.

Soy madre primeriza, muy primeriza, pero sé que esto lo he hecho yo antes, mucho antes.

Soy de los que juzgan y apostillan que no les gusta juzgar.

Me gusta beber pero no lo hago porque me gusta demasiado.

Como todo el mundo, odio pisar un tanatorio, pero en los de Madrid me saludan ya por el nombre de pila.

No pienso en las consecuencias de mis actos pero soy tremendamente consecuente.

Estoy en contra de la violencia pero ardo en deseos de pegar un buen par de bofetones.

Quiero a mis amigos pero los descuido demasiado. Y aunque los descuido demasiado, inexplicablemente, me siguen queriendo.

Me declaro antitabaco pero no me resisto ante un Marlboro.

Soy cuidadosa con el dinero pero no sé ni cuánto me queda en el banco.

Olvido con facilidad y a pesar de ello me las arreglo para seguir siendo rencorosa.

Soy impulsiva en el momento y reflexiva cuando me arrepiento de serlo.

Tropiezo siempre con la misma piedra y no porque no mire el camino al andar.

Me paro a hablar con todo el mundo pero aún hoy sigo luchando con mi timidez.

Soy un puro caos pero planifico como nadie.

Echo de menos, aunque lo de menos sea reconocerlo.

Vivo de las palabras pero me agobia escuchar algunas.

Me ruborizo con facilidad a pesar de haber pasado los treinta.

No tengo vicios porque soy poco constante.

Me río de mí misma aunque eso luego me pase factura.

No sé si creo en Dios, lo que sí sé es que estoy bastante enfadada con él.

Por encima de todo, sigo amando a los que me dejaron de amar.