martes, 27 de octubre de 2009

El momento que me salvó

Cuando las penas ahogan, espero pacientemente a que aparezca ese momento divino que sé guardaré en mi memoria para siempre. Tengo ya una bonita colección de momentos.

Las características de esos momentos son claras: son especiales pero tremendamente cotidianos; además se reconocen en el mismo instante en que se presentan; y no importa cuántos años pasen, siempre los recordaré.

Hace unos días tuve el último. Era un miércoles, mi único día libre-libre de la semana. Hacía ese tipo de clima que nos anuncia que el mal llamado "buen tiempo" se acaba para dar paso a los rigores del otoño. Las últimas terrazas del Brink, algo así como la Plaza Mayor de donde vivo, se despedían del aire libre. Javi y yo nos sentamos en una, no precisamente al azar, después de un largo paseo por esta ciudad que no acaba de ser la mía. Soplaba un viento fresco y me di cuenta de que tanto Javi como yo girábamos la cabeza a la vez para sentir los rayos de sol que se colaban entre las hojas de un árbol imponente y cercano.

No pasó nada de particular, no vimos nada increíble ni nada nos sorprendió vorazmente. Simplemente allí, los dos, sentados, su espaldita contra mi pecho y los ojos abiertos, muy abiertos, viendo a la gente pasar.

Entonces, abriéndose paso entre la gente caminando y los recuerdos que me asedian, sentí el escalofrío y la sensación de ser salvada por aquel momento único e irrepetible. Sonreí. Javi se rió por algo. Los dos giramos la cabeza, como si algo nos llamara la atención. Era el sol, que se colaba entre las hojas de aquel árbol...