viernes, 30 de octubre de 2009

... y es por eso, Javi, que mamá nunca volvió a tener mascotas...

Hace años, pero muchos años, las monjas del colegio donde estudiaba nos llevaron de visita al Safari Park de Madrid. La excursión en sí no estuvo mal, no es que te murieras del gustazo, pero bueno, era peor cuando nos llevaban a visitar centrales nucleares y a mí me daba por ponerme en plan Meryl Streep en "Silkwood".

Bueno, el caso es que a la salida del parque había alguien vendiendo excedente de pollitos recién nacidos. Mi buena amiga Lucía insiste en que los pollitos eran de colores, producto de un estilismo ochentero cruel y aberrante, y que nos los colocaron so pena de atropellar con el camión a los que no lograran un hogar. Yo de esto, la verdad, no me acuerdo. A mí me basta con que me digan que algo es bueno, bonito y barato. Compro. Punto. No me hace falta márketing agresivo.

No sé ni cuántos pollitos fueron adoptados aquella tarde, lo que sí sé es que yo piqué. Total, que me llevé mi pollito a casa, temerosa de Dios y de mi madre, y aún a riesgo de que tal cual entráramos por la puerta, mi amigo saliera por la ventana. Sorprendentemente, el pollito sin nombre, que era precioso, fue tan bien recibido que hasta se llegaron a planear vacaciones atendiendo a sus necesidades. Hay que joderse.

La primera noche lo puse en una cestita roja, al lado de mi cama, con una tela de borrego como colchón y un dosificador de detergente con leche y pan. El caso es que yo oí al pobre gimotear un buen rato pero en uno de esos ramalazos que me dan, muy enfermera de la SS, lo dejé llorando porque pensé que tenía que hacerse fuerte y superar la morriña (¡¡no hay dolor, no hay dolor!!). A la mañana siguiente me encontré al pobre pollito todo mojado, despeluchado y con los ojos fuera de sus órbitas. Efectivamente, se había tropezado con el borreguito y caído en el dosificador de detergente.

No sé ni cómo pero mientras yo le gritaba que no fuera hacia la luz, mi madre lo reanimó con esas cosas que sólo las madres saben hacer y que entran dentro de la categoría "salvar animalitos de compañía que están más pallá que pacá" (las madres también conocen los trucos de "cómo hacer un disfraz de odalisca romana con papel de plata y una cortina vieja en tres minutos", pero eso es otra historia). Desde ese día pasamos a llamar al pobre infeliz Wesley Lázaro, en un momento pagano-bíblico difícil de justificar.

Una vez recuperado, Wesley Lázaro (Welsh, para los íntimos) fue convenientemente explotado como mascota. Suspiraba aliviado cuando me iba al colegio y cuando volvía piaba con frenesí al verme asomar la cara en su cestita. Nunca lo pensé, pero hoy sospecho que ese piar, que yo pensaba era de regocijo, en realidad se trataba de un desesperado grito de auxilio porque sabía el destino que le esperaba al verme: ser estrujado, besuqueado, perseguido por el pasillo y debidamente asustado al grito en la espalda de "TÚ LA LLEVAS!!!".

Welsh duró un mes de calendario... le saturé las arterias, con muy buena intención eso sí, a base de pan y leche. Antes de expirar, echó la vomitona mientras clavaba su mirada moribunda y furibunda sobre mí, como diciendo "ahí tienes, esto me lo has hecho tú a mí, sátrapa". Recuerdo que rompí a llorar.

Sinceramente, no creo que ninguno de los pollitos adoptados lograra sobrevivir al cuidado de ninguna de nosotras... por mucho que cierta compañera repita que su pollito llegó a edad adulta, se convirtió en arrogante gallo y volvió al pueblo para pasar plácidamente sus últimos días en compañía de otros pollitos ávidos por escuchar sus hazañas capitaleñas.

Pero eso... también es otra historia.

martes, 27 de octubre de 2009

El momento que me salvó

Cuando las penas ahogan, espero pacientemente a que aparezca ese momento divino que sé guardaré en mi memoria para siempre. Tengo ya una bonita colección de momentos.

Las características de esos momentos son claras: son especiales pero tremendamente cotidianos; además se reconocen en el mismo instante en que se presentan; y no importa cuántos años pasen, siempre los recordaré.

Hace unos días tuve el último. Era un miércoles, mi único día libre-libre de la semana. Hacía ese tipo de clima que nos anuncia que el mal llamado "buen tiempo" se acaba para dar paso a los rigores del otoño. Las últimas terrazas del Brink, algo así como la Plaza Mayor de donde vivo, se despedían del aire libre. Javi y yo nos sentamos en una, no precisamente al azar, después de un largo paseo por esta ciudad que no acaba de ser la mía. Soplaba un viento fresco y me di cuenta de que tanto Javi como yo girábamos la cabeza a la vez para sentir los rayos de sol que se colaban entre las hojas de un árbol imponente y cercano.

No pasó nada de particular, no vimos nada increíble ni nada nos sorprendió vorazmente. Simplemente allí, los dos, sentados, su espaldita contra mi pecho y los ojos abiertos, muy abiertos, viendo a la gente pasar.

Entonces, abriéndose paso entre la gente caminando y los recuerdos que me asedian, sentí el escalofrío y la sensación de ser salvada por aquel momento único e irrepetible. Sonreí. Javi se rió por algo. Los dos giramos la cabeza, como si algo nos llamara la atención. Era el sol, que se colaba entre las hojas de aquel árbol...